CÓMO PAT MORITA APRENDIÓ A ENCERAR Y PULIR ANTES DE KARATE KID
Por: Eduardo Venegas
Fotografía: Columbia Pictures, ABC Television, Francis Stewart e Hikaru Iwasaki/NARA
Antes de inventar la señal universal de “encerar, pulir”, de enseñar a Daniel-san los secretos más enigmáticos del karate con el método más misterioso, y de convertirse en un ícono de la cultura pop, Pat Morita superó pruebas inmensamente más arduas que aquellas a las que sometió a su alumno y mucho más dolorosas que una paliza de todo el dojo Cobra Kai. Antes de ser el sensei favorito del planeta en Karate Kid, el Señor Miyagi fue un comediante nacido de la tragedia.
La decisión más estúpida en la vida de Pat Morita fue abandonar un estable y bien pagado empleo en la industria aeronáutica de Estados Unidos para entrar en una mucho más incierta y, paradójicamente, más volátil: la del espectáculo. Una locura -como él mismo admitía-, quién sabe si producto de la crisis de los 30, que lo encontró perdiendo el cabello, en un trabajo insatisfactorio y con más de 90 kilos embutidos en poco más de 1.60 metros de estatura.
En realidad, la decisión terminó por ser brillante. El camino que eligió lo condujo en sentido casi estricto a la inmortalidad, gracias a su participación en una de las películas más memorables de los 80, Karate Kid, con uno de los personajes más legendarios de la historia: Kesuke Miyagi, una improbable pero perfecta mezcla de Yoda y Bruce Lee que se convirtió en ícono de la cultura pop.
La cinta llegó a los cines en 1984 y triunfó con un argumento sencillo, inocente y entrañable: un adolescente, Daniel Larusso, se muda con su madre desde Nueva Jersey a Los Ángeles, donde se enamora de una compañera de escuela. Para su mala fortuna, el ex novio de la chica es el líder de una pandilla de bullies karatekas que le hacen la vida imposible hasta que el misterioso conserje del condominio donde vive se revela como un formidable y sabio sensei que le enseñará a defenderse y a tener balance. Romance adolescente, la eterna lucha del bien y el mal -simbolizada en formas tan poco sutiles como el karategi blanco de Daniel contra los de color negro de los Cobra Kai, sus rivales-, humor sencillo, un enigmático método de enseñanza artemarcialista y una patada mítica: la fórmula perfecta para reventar la taquilla, convertirse en un clásico y establecer dos círculos trazados en el aire con las manos abiertas como la señal universal de “encerar, pulir”.
Es probable que el éxito de Karate Kid no hubiera sido tan avasallador de no ser por un casting perfecto para los dos papeles principales: Ralph Macchio como Daniel y Pat Morita como Kensuke Miyagi, el papel que lo consagró en definitiva, más de 20 años después de renunciar a la compañía Aerojet General, en 1962.
Antes de convertirse en el sensei favorito del mundo, el actor tuvo que seguir una ruta que lo llevó por centros nocturnos, talk shows y series cómicas que, ¡oh, ironía!, casi le cuestan el rol de Miyagi. Pero cualquier obstáculo en su carrera es de risa comparado con los dramas que llenaron la primera parte de su vida, mucho más exhaustiva y desgarradora de lo que cualquiera imaginaría guiándose por la risa fácil, el tono amable y el buen talante del hombre que el mundo conoce como Miyagi, quien enfrentó amenazas tan devastadoras como la sentencia de no volver a caminar y tan crueles como su estancia en un campo de concentración.
Pequeño no creyente
Tamaru y su esposa Momoye llegaron de Japón a Estados Unidos alrededor de 1912. Se establecieron en el poblado de Isleton, California, donde trabajaban como recolectores de fruta en las orillas del Río Sacramento. Iban de una granja a otra recogiendo peras, duraznos, tomates y más; con esa labor mantenían un hogar con piso de tierra, una sola bombilla, sin paredes, con un techo frágil en el que él ataba pequeños envoltorios de papel encerado con arroz para ponerlos lejos del alcance de los ratones. Ese hogar recibió en 1932 a su segundo hijo: Noriyuki.
Cuando tenía dos años, el juguete favorito del niño era un tocadiscos de cuerda. Sabía que cuando la música dejaba de sonar debía levantar la aguja, colocarla de nuevo en la parte exterior del disco y dar cuerda al aparato; una operación sencilla vuelta tragedia. Nori quiso alcanzar el tocadiscos, pero la silla a la que subió para hacerlo se desbalanceó y su espalda cayó sobre el borde de un mueble. Por esa herida entró la tuberculosis a su cuerpo y se estableció en su espina dorsal, causándole fiebre y poniéndolo al borde del coma. El doctor dio un diagnóstico implacable: “Nunca volverá a caminar”. Sentenciado a una vida de inmovilidad, el niño fue internado en el Sanatorio Weimar, donde pasó siete años, y otros dos en el Hospital Shriner’s de San Francisco.
Eso tuvo dos consecuencias decisivas para su futuro. Primero, sembró la semilla de su vocación. El confinamiento en la cama, enyesado de hombros a rodillas, lo obligó a buscar formas para no aburrirse y agudizó su imaginación; usaba calcetines como títeres para entretener a las enfermeras y a otros niños. Su otra gran diversión era la radio; amaba los programas de comedia: “Quedé hipnotizado por el sonido de la risa”.
El otro acontecimiento clave fue su cambio de nombre. El sacerdote irlandés Cornelius O’Connor solía visitar el sanatorio y se hizo su amigo. La mayoría de los niños en el pabellón eran latinos y católicos; Nori no sabía mayor cosa de religión, así que cuando sus amigos se confesaban los viernes o asistían a misa el domingo, él quedaba al margen. Para aminorar ese efecto, el padre O’Connor le dijo teatralmente un día: “Si un día te convierto [al catolicismo], pequeño incrédulo, tu nombre será Patrick Aloysius Ignatius Xavier Noriyuki Morita”. Muchos años más tarde, cuando decidió entrar al mundo del espectáculo, debido a esa referencia y al hecho de que muchos comediantes usaban ese nombre de pila, el chico se hizo llamar Pat Morita.
Enemigo público
“De no haber sido por mi enfermedad, quizá no estaría aquí” le dijo en una ocasión Pat a su amigo Charles Goodin, un maestro de karate a quien conoció en Hawaii, a finales de los 80. A él le contó que en sus años hospitalizado le decían diario que nunca caminaría, un pronóstico que despedazó luego de ser trasladado a Shriner’s, en 1941: ahí, un tratamiento experimental -era la época en que la penicilina comenzaban a deslumbrar al mundo- le devolvió la movilidad de sus piernas.
Tuvo poco tiempo para celebrar. Cuando estuvo recuperado, un oficial del FBI lo esperaba para llevarlo con su familia, pero no se trataba de una reunión feliz. La Segunda Guerra Mundial estaba en marcha y desde el 7 de diciembre de 1941, con el ataque a Pearl Harbor, Japón era oficialmente enemigo de los Estados Unidos. Los ciudadanos de aquel país fueron aislados en lo que el gobierno norteamericano llamó “Centros de Reubicación”, un nombre inexacto, según Morita. En una entrevista con la Academia de Televisión Americana, explicó lo que esos sitios eran: “Al Tío Sam y los norteamericanos nos gusta inventar eufemismos cuando una palabra suena demasiado dura, pero eran campos de concentración”.
El tipo que lo escoltó al Campo Gila, en Arizona, usaba gafas obscuras, bigote y tenía un arma; un agente del FBI llevando a un niño de 11 años que recién había vuelto a caminar hacia un lugar en medio de la nada rodeado de alambre de púas. “Un día era un inválido y al día siguiente me convertí en el enemigo público número 1”. Eran tiempos macabros: “Nuestra gente se suicidaba. Entraban al desierto para no volver a ser vistos nunca o se colgaban”. Para colmo, ni volver con su familia lo consolaba. Extrañaba tanto a los doctores y las enfermeras que los primeros cuatro días no paró de llorar, y tras nueve años de hablar inglés, en su nuevo ambiente todos hablaban japonés. El shock cultural empeoró con escenas como cuando él y sus compañeros de clase hacían el Juramento a la Bandera, Nori miraba por la ventana y observaba las barras y las estrellas ondeando en el viento, con una torre de vigilancia al fondo. “Me preguntaba: ‘¿Libertad y justicia para todos?’”. En 1998 le contó al diario San Jose Mercury News que para ocultar el dolor aprendió a poner una cara feliz y a tener siempre una broma lista.
Izquierda: escenas del Campo Gila. Derecha: foto del anuario de 1949 de la Preparatoria Armijo, en Fairfield.
Cuando la Guerra terminó, los Morita fueron liberados y fueron a Fairfield, cerca de Sacramento, para dedicarse de nuevo a la recolección de frutas. En una charla con el LA Times recordó aquella época: “Nos daban 18 centavos por una caja llena de peras que pesaba 18 kilos”. Con los años, ahorraron lo suficiente para abrir un restaurante de comida china. Al principio él trabajaba en la cocina y cuando el negocio prosperó y comenzó a funcionar también como banquetera, su padre empezó a incluirlo como maestro de ceremonias en los servicios que ofrecían y se acostumbró a las multitudes de hasta 300 personas que atendían, contando un chiste aquí y otro allá.
Pat siguió en el restaurante hasta 1959, cuando entró a trabajar en la industria aeronáutica, donde ascendió de procesador de datos hasta jefe de departamento. En ese punto se dio cuenta de que no era feliz con lo que hacía y decidió lanzarse al mundo del espectáculo, con el ingenio que había desarrollado en su época hospitalizado y sus escarceos con los clientes del restaurante como toda preparación. Cuando empezó a trabajar en pequeños centros nocturnos de Sacramento y San Francisco, no sabía nada de comedia: “No tenía ritmo, no sabía escribir, ni rematar las bromas o estructurarlas”. Sólo sabía leer chistes del Reader’s Diggest y adaptar los que le parecían graciosos. Finalmente, empezó a escribir su propio material y hacía bromas racistas, muchas de ellas con él como centro del ataque, como: “Estas luces son muy brillantes, me hacen cerrar los ojos”. Justo con un chiste racista pasó su prueba de fuego.
Un tipo cool
Tras dos años, alguien le aconsejó ir a Los Ángeles y ahí su carrera comenzó a despegar. Consiguió una representante, lo invitaron al Hollywood Paradise, un programa de variedades que había sustituido al show de Jerry Lewis, y para 1966 llegó la que consideró su gran oportunidad: un contrato en Honolulu, Hawaii. La primera noche mientras esperaba su turno una mesera le preguntó: “¿No estás aterrorizado?”. Él no entendía y ella explicó: “Es el aniversario 25 de los Sobrevivientes de Pearl Harbor, ellos son el público”. Traducción: quienes habían padecido el ataque que derivaría en la detención de 120,000 japoneses -incluidos él y su familia- en los campos de concentración. Pat salió al escenario, reunió todo el valor que pudo y soltó: “Sólo quiero decir que lamento haber estropeado su puerto”. Tras un segundo de silencio helado e incómodo, las risas estallaron desde el fondo del teatro y se propagaron hasta el frente. Con la audiencia en el bolsillo, siguió su rutina normal: “Realmente soy italiano, pero me hice cirugía en los ojos”.
Tras los centros nocturnos, vinieron más shows, comerciales, sitcoms como M*A*S*H y Sanford and Son y pequeños papeles cinematográficos. Su carrera parecía fortalecerse, pero el trabajo comenzó a escasear, así que se mudó -con su segunda esposa y la primera hija de ese matrimonio- a Hawaii, donde un actor asiático conseguía trabajo de forma más sencilla. Poco después, en 1975, volvió a Los Ángeles pues le ofrecieron un papel en Happy Days: Arnold Takahashi, el dueño de un restaurante, y se convirtió en un rostro familiar en Estados Unidos. Ron Howard, con quien compartía elenco en Happy Days, lo recuerda con agrado. “Era un tipo cool, con mucha sabiduría. Vio muchas cosas en la vida y no todo fue lindo. Aún así, nunca guardó ira o amargura”.
Izquierda: con Ron Howard en Happy Days, en 1975. Derecha: promocional de Mr. T. and Tina, en 1976.
La carrera de Pat Morita parecía consolidarse al fin, pero ocurrió entonces una serie de infortunios. Mr. T. And Tina, el sitcom que le ofrecieron protagonizar, resultó un fiasco y fue cancelado al mes. Luego, su casa fue destruida por una tormenta, su suegra murió, a su hija de seis años le fue diagnosticado un problema de riñón y el coctel de presiones acabó con su segundo matrimonio -aunque al cabo de dos años se reconciliarían-. Abatido, volvió a Hawaii y trabajó de lo que pudo: stand-up, maestro de ceremonias, escribiendo comerciales... Estaba lleno de dudas sobre su permanencia en el show business, sin imaginar que LA oportunidad de su vida estaba por llegar.
Wax on, wax off
En 1983, Jerry Weintraub estuvo a punto de cometer la equivocación más estúpida de su carrera. El productor preparaba Karate Kid y vetó a Pat Morita del casting para el papel de Miyagi: “Es un papel serio y no quiero a un comediante. ¡Quiero un actor!”. Por suerte para Weintraub, el director de la cinta, John Avildsen, pensaba distinto. Ocho años atrás había dirigido Rocky, así que algo sabía de la importancia de tener al actor indicado. Sin avisar a Weintraub, contactó y le hizo una audición a Morita, quien imitó un acento japonés que nunca había tenido. Cuando se retiraba, el director le dijo: “Pat, ¿no quieres llevarte el guión? Podrías necesitarlo”.
Días después, en una reunión de preproducción, mientras Weintraub hablaba, Avildsen puso de manera casual el video con la audición de Morita, que lucía distinto pues se había dejado crecer el cabello y la barba. Jerry no lo reconoció: “Hey... ¡ese es un Miyagi, ese tipo sí luce como Miyagi!, ¿quién demonios es?”, a lo que John respondió triunfante: “El tipo que no querías, Pat Morita”. Weintraub se resistió y exigió cinco pruebas más para convencerse; la última fue junto a Ralph Macchio, para ver si había química entre ellos, en un set vacío, pero con los actores caracterizados. Cuando la prueba finalizó, Weintraub tomó el megáfono. “Pat, casi cometo el peor error de mi vida... Sólo quiero ser el primero en felicitarte: el papel es tuyo”. Él mismo lo convenció de volver a usar el nombre Noriyuki en los créditos, para hacer énfasis en sus raíces orientales.
El resto, como Morita decía, “es historia”. Sus días comenzaban con una taza de café, un cigarrillo y un trago de Grand Marnier, y como nunca había practicado artes marciales, él y Macchio tomaron clases intensivas de karate, aunque las secuelas de la tuberculosis en su espalda obligaron a que las escenas más demandantes las doblara la leyenda artemarcialista Fumio Demura. En cuanto a su interpretación, la moldeó con su propio contexto. Según explicó a la revista People en 1986, conocía de sobra al tipo de hombre que Miyagi era: “Es una mezcla de los issei [la primera generación de hombres japoneses que llegaron a América] con los que crecí, distinguidos por su paciencia, honor y fortaleza interior”. Era tan cierto que su amigo Charles Goodin afirma que cuando el hermano de Pat, Hideo, vio a Miyagi en la película, dijo a borde del llanto: “Ese es papá”.
"MIYAGI PELEA CON COMPASIÓN, COMPRENSIÓN Y CONOCIMIENTO. SON LAS COSAS CON LAS QUE LA MAYORÍA DE LA GENTE TIENE QUE PELEAR" - PAT MORITA
Las secuencias de las peleas, la química entre Ralph Larusso y Pat Miyagi, escenas como la caza de moscas con palillos, los sabios aforismos -“Está bien perder con un rival, pero no con el miedo”-, el aprendizaje secreto de Daniel-san mientras cree que sólo está encerando y puliendo autos o pintando cercas, y la mítica patada de la grulla convirtieron a Karate Kid en un clásico y en una referencia obligada de los 80.
Goodin cuenta que Morita aportó tanto al rol de Miyagi que creó todo el contexto del personaje para una de las escenas más emotivas, cuando Daniel encuentra a su sensei borracho por completo. El libreto original sólo decía que el maestro estaba ebrio y cantando cuando el chico llega. Pat inventó una historia en la que cada cuatro años Miyagi perdía su solemnidad usual y se emborrachaba recordando la muerte de su esposa embarazada a causa de las pobres condiciones higiénicas del campo de concentración donde la encerraron mientras él estaba en la guerra. Por desgracia, el detalle del campo no era la única coincidencia entre las vidas de Kensuke Miyagi y Pat Morita en esa escena.
Sensei
La de Pat Morita es la historia de un hombre que, contra obstáculos de toda índole, trazó su propio camino, con sus decisiones y las consecuencias correspondientes. El pináculo de su carrera fue Karate Kid -que tuvo dos secuelas, ninguna con el impacto de la primera, y hasta una serie animada-, por la que ganó cerca de 300,000 dólares, una nominación al Oscar como Mejor Actor de Reparto y un boleto a la posteridad como símbolo de la cultura pop. Todo ello después de una existencia tan espinosa como asombrosa. Fue un hombre de físico pequeño y temple inmenso que se conquistó a sí mismo casi por completo. Sólo hubo una batalla que el legendario Señor Miyagi y su perseverancia no pudieron ganar: la que libró contra el alcohol.
El Día de Acción de Gracias de 2005, Noriyuki Pat Morita murió en un hospital de Las Vegas, a causa de una falla renal provocada por su prolongada adicción al alcohol. Era 7 de diciembre y él tenía 73 años. Evelyn Guerrero, su tercera esposa, lo metió a rehabilitación un año antes pero recayó, pese a las advertencias médicas de que seguir bebiendo lo mataría. “Lo intenté. No puedo hacerlo. Soy un adicto”.
Goodin recuerda que su amigo era reconocido en todos lados como el Señor Miyagi por gente que le preguntaba cosas como si realmente fuera un maestro con la sabiduría para aleccionar a otros; él rechazaba tal cosa -“Sólo tuve la suerte de obtener ese papel”- y deseaba: “Buena suerte para todos los que hemos caminado o nos hemos arrastrado en esta tierra en cualquier época. ¡Dios nos bendiga a todos!”.
Tras la muerte de Pat Morita, Ralph Macchio emitió un comunicado: “Fue un honor y un privilegio trabajar con él y crear juntos un poco de magia en el cine. Mi vida es más plena por haberlo conocido. Extrañaré su amistad genuina”. Daniel-san finalizó diciendo: “Por siempre, mi sensei”.
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